NADAL EN ROTTERDAM

Con la tecnología actual la gente casi puede viajar en los autobuses del equipo de fútbol preferido, o en el raquetero del tenista adorado. Acabamos de estar en Australia, volvimos con la lengua fuera del esfuerzo, y ya tenemos que sentarnos de nuevo a jugar al tenis en Rotterdam.

Un sin vivir.

Un sin vivir, porque Rafa no va a cambiar su forma de jugar para hacernos sentir más confortables. "Si me queréis", parece decirnos, "tendréis entonces que sudar como sudo yo". Al menos en Australia el sudor se justificaba con el ambiente. El verano era insoportable, varios jugadores se retiraron por golpes de calor. Era lógico que la camiseta de Nadal se viera mojada en el peloteo. Pero ahora estamos en Holanda, fuera hace frío, dentro se oyen hasta las pisadas en los pasillos por la educación de unos espectadores que parecen de atrezzo; la pista, rápida, acorta el peloteo; los rivales, avisados, como Tsonga hace un rato, se lanzan a la red o se juegan el pelotazo tratando de evitar en lo posible la famosa tortura de Manacor. Tres horas en la pista, y un set en el marcador.

Pero no la evitan.

Rafa vuelve a ganar partidos de dos horas o más, de tres sets con suspense, de desgaste propio -allá él y su forma de ganarse la vida- y desgaste ajeno -mi suegro, por ejemplo, acaba con agujetas de pegar los golpes de Rafa con un gesto entre la patada y el movimiento de cadera desde el sofá-.

Pero gana.

Es lo único que no puede evitar. En cada ciudad, en ambientes opuestos, con el cielo abierto, o el techo cerrado, con el peligroso Tsonga o el desconocido de la ronda anterior. Gana. Corre y gana. Saca igual que hace años, a ciento y pico, cuando los demás lo hacen por encima de doscientos. Pero gana.

Y eso engancha.

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